“Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”
Marcos 10:45
Jesús es ese Hijo del Hombre del que habla la Escritura. A lo largo de todas las páginas de la Biblia nos encontramos con la revelación de un Dios sorprendente. Se da a conocer como el Dios Vivo y Verdadero, Creador del universo, Todopoderoso, Omnisciente, Omnipresente y muchas otras características que marcan su grandeza. Al mismo tiempo desde el principio hasta el final el Dios de la Biblia se manifiesta como un Dios de amor, de misericordia, de gracia, de humildad y, así mismo, de servicio.
Los gobernantes de las naciones, dijo Jesús, se enseñorean de ellas, pero dejó muy claro a sus seguidores que entre ellos no sería así, sino que el que quisiera ser grande en el Reino de Dios debería ser el primero en servir. Estas chocantes palabras de Jesús fueron respaldadas por una vida de humildad al servicio de los suyos. No hace falta más que verle en los evangelios sanando a los enfermos, escuchando a los atormentados, tocando a los intocables, reprendiendo a los soberbios, enseñando a los que tienen oídos para oír… pero mucho más.
Jesús es el Siervo por excelencia que nos da ejemplo para que sigamos sus pisadas. Jesús se arremanga y no tiene problema para coger una vasija con agua, ceñirse una toalla y lavar los pies a sus discípulos. Pies sucios por el camino polvoriento que han recorrido, pero también símbolo de toda una vida caminando lejos de Dios y de un corazón que todavía no entiende del todo la necesidad que tiene de humillarse para ser limpiado. Jesús desempeña la labor de un siervo. Él, el Gran Señor del Universo, se pone de rodillas, se inclina para limpiar a los suyos, quizás mientras se miraban unos a otros a ver quién se lanzaría a hacer la labor del esclavo. No se aferra a su condición, no da órdenes, no organiza un turno de limpieza; se pone manos a la obra para motivar con su ejemplo.
Pero esto no es nada en comparación con lo que el Siervo Sufriente está dispuesto a hacer por nosotros. Era fácil limpiar los pies; no era tan fácil limpiar el corazón. Para ello Jesús no pudo usar simplemente agua. Tuvo que ir a la cruz. La mancha del corazón humano que nos separa de Dios no se podía limpiar fácilmente, requería un sacrificio, una ofrenda santa, requería que alguien pagara. Jesús fue a la cruz para limpiarnos con su sangre.
Mientras nosotros estamos muchas veces mirándonos unos a otros juzgando las manchas de los demás, en vez de inclinarnos humildemente para ayudar al que lo necesite a venir al único que puede limpiarnos, Jesús se ofrece una vez más a pagar el precio: El Justo se entrega por los injustos para llevarnos a Dios.
Al celebrar la muerte y resurrección de Cristo, veo de nuevo que amar es servir, y que el Siervo por excelencia nos ha dado ejemplo para que estemos dispuestos a dar nuestra vida en servicio al que, no sólo ha lavado nuestros pies, sino también nuestro corazón, entregando su vida para llevarnos a Dios.